El miedo es de todos

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Crecí escuchando hablar de la grandeza de Estados Unidos. Imposible no hacerlo. A Colombia, y al resto de Latinoamérica, excepto Cuba, llegaban las películas y series que relataban las hazañas de soldados y espías estadounidenses que se jugaban sus vidas en medio de la Guerra Fría para mantener la libertad, los valores y los derechos que han enmarcado, desde la Segunda Guerra Mundial, al mundo occidental. ¿Liderado por quién? Obvio, Estados Unidos y su poderío económico, científico, deportivo y militar. Era el llamado sueño americano. Casas gigantes, carros poderosos y familias sonrientes que vivían bajo la tutela del indestructible Tío Sam.

En 1999, tras serias amenazas contra mi vida, me ofrecieron asilarme en Estados Unidos y confieso que me dio miedo. Miedo a lo desconocido, a un idioma que no hablaba, a las versiones de que los inmigrantes terminábamos lavando platos o arreglando jardines. Miedo al fracaso. Tenía 27 años y termine viviendo en Venezuela.

Aunque no me arrepiento la vida me terminó demostrando que Estados Unidos era el destino. Otras amenazas, esta vez en 2013, me obligaron a llegar al gigante del norte. Unos años más tarde, en 2023, me hice ciudadano estadounidense y le juré lealtad a la bandera de esta gran nación. Y le he cumplido. Trabajo duro, cumplo las leyes y pago sagradamente mis impuestos. Les doy ejemplo a mis hijos marcándoles el camino.

El miedo nunca se fue, pero lucho contra él. El inglés, para pesar mío, nunca ha sido una de mis fortalezas. Lo cierto es que lo que no me asusta es trabajar, sin importar en lo que sea, mientras sea legal. Hago lo que me toque por cumplirle a mi familia. Eso hacemos todos los inmigrantes hispanos en Estados Unidos. O al menos una inmensísima mayoría. Sí, con orgullo confieso que he trabajado en todo: desde plomero y electricista hasta mensajero y conductor de camión.

Las cifras comprueban la importancia de los latinos en el país. Entre documentados e indocumentados, cada año los inmigrantes pagan 124 mil millones de dólares en impuestos federales. Según el Migration Policy Institute, en Estados Unidos hay casi 11 millones de inmigrantes indocumentados y de ellos, el 90% está en edad de trabajo, es decir, paga impuestos además de enviar dinero a sus países de origen, lo que dinamiza las economías latinoamericanas. A México, solo en 2024, llegaron 64.700 millones de dólares en remesas y a Colombia casi 12 mil millones de dólares durante el mismo año.

No es cierto que los inmigrantes somos narcotraficantes, criminales o lo peor de nuestros países, como ha asegurado el presidente Donald Trump y una parte de los políticos que hacen de la inmigración su discurso de batalla. Pero si es cierto que unos pocos, que sí lo son y que siguen delinquiendo en Estados Unidos, han logrado empañar el esfuerzo y sacrificio de millones.

Lamentablemente el miedo se ha generalizado. Los inmigrantes tememos ser estigmatizados y mucho más temen los indocumentados quienes están expuestos a ser detenidos, llevados a centros de detención y posteriormente deportados. El miedo a quedar atrapado en una redada, sin importar si se tiene o no un estatus migratorio legal se ha vuelto más común de lo que podamos imaginar. He hablado con muchos inmigrantes que no cuentan con residencia o ciudadanía y están cansados de mirar hacia atrás por sentirse perseguidos. Y son gente honrada, trabajadora, que incluso no conocen mucho más allá que esa ciudad estadounidense donde han hecho sus vidas por años o por décadas. También tienen miedo algunos agentes de ICE (policías federales que hacen cumplir las leyes migratorias), o integrantes del Border Patrol o la Guardia Fronteriza y hasta los policías que patrullan las calles. Muchos de ellos no quieren cumplir estas políticas migratorias, pero saben que pueden perder sus trabajos y la situación económica no está para correr riesgos. Muchos guardan silencio a regañadientes.  

Pero los estadounidenses angloparlantes también tienen miedo. Miedo a que esta gran nación, la única que conocen y sienten perfecta, termine convertida en lo más parecido a un país latinoamericano donde la corrupción y la delincuencia se pavonean rampantes por las calles de cualquier ciudad, llenando de miseria y hambre a sus habitantes. Miedo a que su tranquilidad se vea destruida por robos, extorsiones o asesinatos, los que no nos digamos mentiras ya se registran en diversos rincones del país. No hay que ir muy lejos, solo basta recordar que “El tren de Aragua”, la temida banda de origen venezolano, pero hoy transnacional, hace presencia en Estados Unidos. Por eso se votó masivamente por Donald Trump. El hoy presidente prometió cerrar las fronteras y aumentar las detenciones y deportaciones de inmigrantes. Y lo está cumpliendo. Aunque las recientes encuestas no favorecen al mandatario estadounidense, es una realidad que grandes sectores respiran aliviados ante la disminución de la llegada de inmigrantes indocumentados. Creen que esta es la solución. Ahora, más que nunca, como inmigrantes, debemos tener un frente común para lograr dos cosas esenciales si queremos estar en paz con nosotros mismos. Primero, esforzarnos por lograr un cambio que permita que los millones que viven en las sombras puedan recuperar su tranquilidad y salir a las calles de Estados Unidos sin sentirse perseguidos y con la amenaza de la deportación sobre sus cabezas. Y segundo, y no menos importante, luchar porque la seguridad, valores y grandeza de Estados Unidos, permanezcan intactos para que esta gran nación siga brindándonos las oportunidades que hasta ahora nos ha dado, sin que sus ciudadanos se sientan amenazados por la llegada de inmigrantes. Por el contrario, que sientan que entre todos haremos de este un mejor país. Estados Unidos lo merece.