Colombia apenas reaccionaba sorprendida ante la lamentable partida del senador Miguel Uribe Turbay, cuando las redes sociales estallaron en teorías de conspiración sobre los responsables de esta temprana muerte. Unos aseguraban que la culpa era del gobierno, mientras otros señalaban hacia la extrema derecha. Lo escribían con rabia y sin pudor. Lo más grave: lo publicaban sin la más mínima prueba; solo importaba escribir para reafirmar los odios hacia lo diferente. Porque en eso nos estamos convirtiendo los colombianos: en recicladores de odio y violencia. Basta con leer la historia reciente de nuestro país para ver cómo nos seguimos repitiendo en sangre, muertos y dolor.
Cuando creíamos que los asesinatos de candidatos presidenciales o los magnicidios eran cosa del pasado, una vez más las balas criminales nos estallaron de frente, desnudando nuestra macabra realidad: seguimos igual. Nada ha cambiado.
Con sorpresa y tristeza descubrí que varios amigos, quizás más de los que me gustaría aceptar, se sumaron a esas hordas de fanáticos de uno u otro bando que exigían una venganza disfrazada de justicia.
Personas que respeto y admiro, de quienes estoy seguro no actúan de mala fe, no se detuvieron a pensar en lo irresponsable que es el simple hecho de lanzar acusaciones a diestra y siniestra sin la más mínima prueba. Es como si nos hubiésemos acostumbrado a este tipo de actuaciones; como si hubiéramos hecho de la frase “es mejor pedir perdón que pedir permiso”, la primera y única regla para actuar en redes sociales.
Claro, cómo no hacerlo, si ese es el ejemplo que ofrecen los grandes líderes de la patria. Esos mismos que desatan fanatismos efervescentes y que esculpen la moral pública a su medida. Son varias las veces en las que el presidente Gustavo Petro y el expresidente Álvaro Uribe han enfrentado denuncias judiciales que los han obligado a retractarse de sus afirmaciones en sus cuentas de X. Con total desfachatez han lanzado acusaciones en contra de sus detractores, como si desconocieran que el buen nombre y la honra son derechos protegidos en los artículos 15 y 21 de la Constitución de Colombia. Y ellos son apenas dos ejemplos.
Ni María Claudia Tarazona ni Miguel Uribe Londoño, esposa y padre de Miguel Uribe Turbay, se atrevieron a tanto. Ni siquiera el dolor de tener que dar sepultura al esposo e hijo los llevó a señalar. Lo de María Claudia Tarazona es realmente admirable: una mujer que hoy es ejemplo de entereza, de fortaleza, de resiliencia, que pidió al país mantener la unidad que los asesinos de su esposo buscaron destruir a punta de bala. Y ni qué decir de Miguel Uribe Londoño, un hombre que tuvo que sepultar a su esposa luego de que se la arrebataran violentamente y que, 35 años después, tuvo que hacer lo mismo con su hijo. No hay medida para el dolor que ha tenido que padecer.
Con palabras suaves, sin exacerbar el odio, conteniendo las lágrimas y el dolor, afirmó frente al féretro de Miguel: “Esta guerra tiene culpables y responsables, lo sabemos. No tenemos ninguna duda de dónde viene la violencia. No tenemos duda de quién la promueve, no tenemos duda de quién la permite”. Lo hizo sin dar nombres, sin señalar. En un gran acto de grandeza decidió abrirle camino a la justicia para que sea ella quien opere, a pesar de las reservas que despierta.
Seguramente fue difícil contenerse. Seguramente él tiene sus propias versiones.
Ellos, a quienes la muerte se les plantó de frente para gritarles a la cara que nadie está a salvo en Colombia, nos demostraron que el camino tiene que ser diferente al que hemos recorrido como país en las décadas recientes.
¿Podremos aprender de su ejemplo? ¿Podremos entender que las palabras de intolerancia son igual de peligrosas que las balas de los violentos? ¿Podremos redescubrirnos como una sociedad que puede vivir con quienes piensan y son diferentes?
Un buen comienzo sería reflexionar, con calma, con responsabilidad civil, antes de disparar ideas sin fundamentos.
Dejemos de tensar la cuerda de la tolerancia como si esta nunca se fuera a reventar. Dejemos a un lado tanto resentimiento, tanta rabia, y descubramos que somos responsables, por acción y omisión, de lo que está pasando en nuestra sociedad. Somos responsables de lo que escribimos, de nuestras mentiras o verdades, de nuestras calumnias o halagos. No sigamos convirtiéndonos en sicarios morales que lanzamos juicios de valor desde nuestros teclados y pantallas, mientras nos sentimos jueces y verdugos, o dueños de esa única verdad en la que queremos creer.
Dejemos que la justicia opere, exijamos a la justicia que funcione. Porque hay algo que es muy cierto: arrojar odio en redes sociales no nos traerá nada bueno para el futuro y mucho menos logrará justicia para las víctimas. Por el contrario, solo atizaremos la furia de unas barras enardecidas que están esperando un pequeño estallido para dar rienda suelta a la rabia y el rencor. Y allí, en medio del caos, cualquier cosa puede pasar. Cualquiera puede caer. Ya han caído muchos.
Y ese día, lejano o cercano, entenderemos de verdad que las pequeñas hilachas de esperanza que atan la cordura mental de nuestra frágil sociedad se pueden reventar, y ahí sí que el diablo nos agarre confesados. No es un mensaje apocalíptico, es solo una invitación a la reflexión sobre qué podemos estar haciendo mal. Es un llamado a la conciencia colectiva. Entre todos podemos lograr que la barbarie dé un paso al costado para garantizar un mejor futuro para esas nuevas generaciones que no tienen la culpa de los errores que hemos cometido… y permitido.