Luchó por vivir durante dos meses y cuatro días. Tenía 39 años. Sí, apenas 39 años, dos años menos de los que tenía su mamá, Diana Turbay, cuando fue asesinada en medio de un operativo de rescate en 1989. Llevaba cinco meses secuestrada por el Cartel de Medellín. El día en que quedó huérfano, Miguel tenía 4 años, apenas comenzaba a vivir. Pero el destino, el mismo que mueve sus hilos de formas tan extrañas, que no alcanzamos a entender, decidió que el hijo de Miguel también tuviera 4 años a la muerte de su padre. Que tristeza, que dolor, que tragedia.
Pareciera que la violencia, que ha azotado a Colombia por décadas, se hubiera ensañado con la familia Turbay. Ambos, Diana —la madre— y Miguel —el hijo— tenían un gran futuro. Ambos creían y pensaban en Colombia. Ese amor por la patria lo habían heredado de Julio César Turbay Ayala, padre de ella y abuelo de él, quien fue presidente de Colombia entre 1978 y 1982.
Desde muy joven Miguel Uribe Turbay se decantó por la política. Soñaba con cambiar ese país donde él, al igual que miles y miles de niños, había quedado huérfano por la violencia. A los 25 años fue concejal de Bogotá. Luego fue secretario de Gobierno, luego Senador y la vida no le alcanzó para más.
La tarde del 7 de junio de 2025, un joven de apenas 15 años, otra tragedia también, le disparo sin detenerse a pensarlo. Lo hizo con sangre fría, sin dudar, con pulso firme. ¿Qué puede pasar por la cabeza de un adolescente que apenas sale de la niñez para graduarse de asesino? ¿Qué clase de país es aquel en el que sus niños se convierten en sicarios? ¿Qué sociedad acepta el tránsito de la muerte por sus calles como si fuera parte del paisaje?
Si creíamos que estos episodios habían quedado en el pasado, en la época de finales de los 80 y comienzos de los 90, en la que mataban a los candidatos presidenciales, la muerte de Miguel Uribe Turbay nos cae como un mazazo que nos recuerda que los colombianos no hemos aprendido a vivir en paz, que seguimos firmes en la idea de matarnos, que la intolerancia hace parte de nuestra cotidianidad, que aceptamos tener un país donde es más fácil arreglar los problemas con balas que con palabras.
Miguel Uribe era uno de esos jóvenes a los que era fácil calificar como promesa. Lo grave, lo duro, lo injusto, es que no le permitieron pasar de allí. Se quedó en eso, en una promesa. No por falta de voluntad propia, de eso a él, como las ganas, le sobraba, sino porque en Colombia pensar diferente es un peligro. Perseguir el cambio desde las ideas y las palabras es más riesgoso que vivir en naciones que están en guerra.
Miguel Uribe Turbay se convirtió en el líder social número 97 en ser asesinado en Colombia en lo corrido de 2025. La macabra lista la lleva Indepaz, el Instituto de estudios para el desarrollo y la paz. ¿Es en serio? ¿Tan mal estamos que llevamos la estadística de las personas que trabajando por Colombia caen bajo el yugo de las armas?
Miguel Uribe era de hablar pausado, pero firme. De porte elegante y con una juventud y energía rebosantes. Sus ojos claros le ayudaban a reafirmar los pensamientos cuando los expresaba en el Congreso donde se movía con seguridad, como si sintiera que estaba destinado para grandes cosas. Lo que lamentablemente no sintió es el vaho fétido de la muerte rondando por su alrededor, quizás porque creía tanto en Colombia que confiaba en que nada así le podría pasar.
Esa confianza la demostró el pasado 7 de junio cuando se paró en un popular parque de Bogotá para ofrecer un improvisado discurso. La gente lo mirada con devoción, tanta que nadie se percató del cañón de la pistola Glock 9 milímetros que salió de la nada para dispararle a quemarropa varios proyectiles, dos de ellos en su cabeza.
Hoy Colombia duele. No es posible que sigan matando la esperanza y los colombianos lo sigamos permitiendo. ¿Hasta cuándo guardaremos silencio ante la escalada violenta que ronda cada rincón de nuestro aquejado país? Sí, es cierto, hacemos marchas, clamamos por la paz, exigimos respeto, pero de allí no pasamos. Como escribió José Martí: “Los malos sólo triunfan cuando los buenos son indiferentes”. ¿Seguiremos siendo indiferentes?
Cuando me enteré del fallecimiento de Miguel lo primero en lo que pensé fue en su esposa, a quien no conozco. En sus tres hijas mayores a quien Miguel quería como propias y así las educaba, y en el pequeño hijo de ambos.
Es hora de detener este baño de sangre que se ha extendido por años. Hay que detener ya esta barbarie en la que llenamos de huérfanos a una nación que ve pasar los años atrapada en una espiral de violencia que recicla sus odios. El asesinato de Miguel es el más reciente, pero no el único. Desde Jorge Eliecer Gaitán en 1948, hasta Luis Carlos Galán, Álvaro Gómez, Bernardo Jaramillo, Jaime Pardo o Carlos Pizarro, Colombia tiene una estela de crímenes que nos ubica como el país con más candidatos presidenciales asesinados en el continente.
No hay duda de que se trata de un magnicidio más y así tendrá que tratarlo la justicia. Y aunque la justicia lo logre, aunque se determinen las responsabilidades materiales e intelectuales, hay una realidad dolorosa y trágica, que es imborrable, innegable, inaceptable: nada reparará el daño causado a una esposa que deberá aprender a seguir sin él y a un hijo que tendrá que crecer marcado por la historia que le contarán de su padre, ese al que los violentos no le permitieron una tarde regresar a casa.
¿Hasta cuándo Colombia?