He llorado. A 10 mil 622 kilómetros de distancia he llorado. Me he sentido impotente. Me he preguntado qué pudiéramos hacer. Pienso en lo que deben estar sintiendo aquellos niños. Y he querido saber, en silencio, en qué momento perdimos la cordura para no inmutarnos ante lo que pasa en la Franja de Gaza, al otro lado del planeta. Las imágenes son desgarradoras. ¿Cómo harán quienes graban los pocos videos conocidos para no enloquecer de rabia, de desconsuelo, de dolor? ¿O será que ya enloquecieron?
Uno de los que vi, hace pocos días, registraba a un pequeño con el torso desnudo. Su piel, ya sin carne que la separara de sus frágiles huesos, le colgaba y se veía arrugada a pesar de su corta edad. No lloraba, como lo hago yo mientras escribo estas líneas. Creo que no le quedaban lágrimas.
¿Seguirá vivo? Imposible saberlo. Estaba en algún lugar en un área de 365 kilómetros cuadrados, que es el equivalente, más o menos, a un poco más de la mitad de Bogotá, la capital de Colombia. Se veía sucio mientras trataba de mantener erguida su cabeza, pero el cansancio, agravado por el hambre, se lo impedían. Así, hay muchas imágenes. En otra se ve a una niña en posición de cuclillas mientras usa lo que parece una pijama negra con conejos. Tiene en su cabeza una olla vacía a manera de casco sostenida con sus dos manos. A su alrededor hay solo ruinas. Devastación dejada por la incursión armada de las poderosas fuerzas israelíes. La pequeña, a quien también el hambre le destroza su frágil cuerpo, no había nacido cuando ocurrió la primera intifada palestina contra Israel por allá en 1987. Son muchas las fotos que están circulando. No sé si todas corresponden a la tragedia humanitaria de los últimos días. Pero es que todas se parecen. Los mismos rostros y cuerpos en los que se marcan los huesos. Las mismas miradas perdidas, sin esperanza, todas preguntando ¿por qué? En toda la Franja de Gaza hay niños. Y todos sufren.
Al mismo tiempo que veo imágenes que me rompen por dentro leo comentarios en redes sociales en los que algunos justifican lo injustificable.
Antes de que me pregunten, la respuesta es no. No estoy de acuerdo con el brutal y sangriento ataque del 7 de octubre de 2023 en el que Hamás demostró lo que es: un grupo terrorista y asesino. Es increíble que ahora tengamos que explicar quién es un terrorista y asesino, cuando sus acciones lo evidencian.
¡No! No soy antisionista. Por el contrario, admiro al pueblo de Israel. Incluso, me tranquiliza saber que no son pocos los judíos que están en contra de la barbarie y el genocidio desatado por el primer ministro Benjamín Netanyahu en contra de los palestinos que históricamente han ocupado la Franja de Gaza.
Tras la masacre del 7 de octubre Israel tenía derecho a la legítima defensa. Pero arrasar con toda la Franja de Gaza a punta de bombardeos y ataques indiscriminados, que han costado la vida a más de 50 mil personas, la mayoría niños, está fuera de lo que es la proporcionalidad en la guerra. No solo acabaron con miles de vidas humanas, acabaron con un pueblo, con su infraestructura y con su historia.
El derecho internacional humanitario (DIH), exige que, si un ataque contra un objetivo militar es permitido no debe causar daños incidentales a civiles o bienes de carácter civil que sean excesivos. Esa es la proporcionalidad de la guerra. Es muy simple: debe existir siempre un equilibrio entre la necesidad militar y la protección de la población civil y sus bienes. Los ataques contra civiles están prohibidos.
Hay quienes piensan que la paz es solo la ausencia de la guerra. ¿Será cierto? No lo sé. Lo que sí parece un hecho irrefutable es que la humanidad, desde su origen, ha estado enfrascada en guerras, guerras y más guerras. Desde sus inicios la humanidad se ha organizado en tribus, en colonias, en pueblos, en imperios, y entre todos nos hemos matado, como si no existiera una ínfima posibilidad de convivencia entre los pueblos. Todos quieren lo que tiene el otro y viceversa. Ninguno está conforme. Historiadores aseguran que, en los últimos 5.000 años de la humanidad, a duras penas los recientes 250 se han vivido en relativa calma. Lo paradójico es que en ese mismo lapso no solo se han registrado conflictos en casi todo el planeta, sino que además se vivieron las dos guerras mundiales. Y fue precisamente en la Segunda cuando se sufrió uno de los más vergonzosos episodios de la humanidad: el holocausto judío. Lo que no me deja tranquilo es recordar que las imágenes que hoy vemos de niños palestinos prácticamente en sus huesos, en medios de desolación y miseria, son casi una copia exacta de las que se vieron con los judíos en los campos de concentración. Y no, no creo que los judíos todos sean ahora los victimarios. Son unos pocos, pero que daño están haciendo.
No podemos seguir repitiéndonos. No podemos seguir masacrándonos. No podemos seguir odiándonos. Esa paz tan efímera parece ir de la mano de lo que hoy llamamos democracia. Las dos están bajo una serie amenaza y con ellas estamos amenazados todos.
No son solo los palestinos o los ucranianos los que están en guerra. La amenaza es real para el mundo entero.
Si seguimos a este ritmo, donde se da plomo a diestra y siniestra, el libro “Las lecciones de la historia”, escrito por Will Durant y su esposa Ariel Durant, será solo un vaticinio de lo que nos espera. Y allí se resume todo en una frase plasmada por estos dos estadounidenses: “La historia de la humanidad es en gran medida la historia de la guerra”.
Estamos a tiempo de cambiarla.